En pocos días cumplo tres años del día más importante de mi vida, el más feliz, el día en que nací yo, cuando di a luz a mi hijo Isidro José. 

Hace tres años también nació el miedo. Ese miedo, mejor llamado terror, que un ser vivo solo es capaz de sentir cuando su vida pende de un hilo, cuando tiene en sus manos una minúscula bomba nuclear, una sutil joya de chocolate o una flor tallada en gotas de cristal. El miedo que se siente cuando se ama con infinitud. 

El amor que le tengo lo paga todo, sí, pero el miedo no se va. ¡Que no se enferme, que nunca sufra! Que sea libre, que se sienta amado, que sea bueno… El miedo está ahí, incólume. El terror de no ser suficiente convive conmigo y con madres como yo, que se exigen ser perfectas para sus hijos. ¿Es esto justo? Para muchas mujeres que buscan autonomía y definirse a sí mismas por medio de otro tipo de realizaciones, quizás no. Sí es justo para mí, porque yo lo elijo a él por encima de todo y lo elegiría mil millones de veces más. 

En la libertad de escoger cómo queremos vivir y elegir incluso el miedo al que amorosamente nos sometemos, está el verdadero poder: la opción de preferir qué queremos ser como mujeres y como madres, sin camisas de fuerza o letanías. Es un derecho de nacimiento que viene desde nosotras y que no todas lo reconocemos o ejercemos por las distintas condiciones en las que vivimos, por los espacios que ocupamos o desocupamos en la sociedad, o en nuestros universos que son diversos. Es un grito de autodeterminación que cada mujer en el mundo debería poder lanzar sin miedo. Ojalá algún día… 

Junto al miedo que escojo sentir, están las risas, el asombro, la admiración, la felicidad real y su perfección. Isidro José es mi más grande relato, la razón de lo que está primero en mi vida y de todo lo demás. 

¡Feliz día, amor mío!

Para las mujeres es fundamental ser tomadas en cuenta, por lo que la causa más frecuente de infidelidad son los problemas de comunicación en la pareja, seguidos por la falta de amor, la insatisfacción sexual, la atracción hacia otra persona y en algunos casos aislados, el deseo de venganza por una infidelidad previa.

Lamentablemente la infidelidad de la mujer, es vista y juzgada muy a la ligera, donde se arremete contra ella con adjetivos peyorativos, que oscilan, desde inescrupulosa hasta puta sinvergüenza, sin detenerse por un solo instante a observar y comprender con el corazón, lo que subyace en lo profundo de ese ser, y qué es lo que realmente la ha llevado a la dura decisión de ser infiel.

Con esto; no quiero decir que la infidelidad deba de ser justificada, porque para mi,  traición es traición por donde se lo vea, pero si es necesario que sea comprendida con misericordia, abordada con apertura de mente y sanada con la nobleza que sólo nace del corazón, para que deje de ser una acción-reacción.

Las personas somos sujeto de estereotipos. Las mujeres, los hombres, todos. La diferencia es el nivel de vulnerabilidad en el que nos encontramos las mujeres, sobre todo las mujeres trans. Durante mi camino en transición he sido para mucha gente, cientos de cosas que realmente no soy, por el simple hecho de mi existencia trans. Ha sido frustrante y doloroso pero sin duda me ha hecho una mujer más fuerte y empática.

Para nosotras el tema de la femineidad es clave, necesario y a veces no es opcional sentirnos bellas y sobre todo, femeninas. Aquello nos hace sentir reconocidas como mujeres, nos empodera y asegura pequeñas victorias, como ser tratadas con respeto y caballerosidad, como que se refieran a nosotras con los pronombres correctos, un trago enviado desde la otra esquina del lugar, etc. Un vestido corto, el pelo arreglado y perfume hasta en los dedos de los pies, es lo que a algunas nos hace pasar la puerta de un bar con confianza. 

Una noche de sábado, una amiga y yo decidimos salir a tomar algo y bailar, el plan era bastante sencillo, nos arreglaríamos y saldríamos las dos solas, sin novios y sin intenciones de encontrar un novio para la noche. Solas. Llegamos a una discoteca y estábamos listas para pasarla bien, vestidas de negro entero con las uñas y labios rojos, bailando entre nosotras y bebiendo vodka con agua tónica. De repente se nos acerca un chico alto y atractivo, era libanés y apenas hablaba español, estaba solo y quería unirse, fue amable y gracioso, nos halagó a ambas pero no demasiado, con un aire de seguridad que nos hizo mirarnos y sonreír entre nosotras. 

Antes de seguirles contando esta historia, deben saber que yo trato de ser lo más amable posible con la gente que se me acerca,  además de que sé que puedo conocer a personas muy interesantes y claro, el tipo era lindo, ¿por qué no?. Bailamos un rato entre los tres y hasta que nos invitó a irnos con él a un departamento donde se supone continuaríamos “la farra”. Nos dijo que el ya no podía esperar más, entonces nos dimos cuenta que claramente lo que quería era llevarnos con él, seguir bebiendo en ese lugar más privado y lograr tener sexo con una o con las dos. 

Nosotras (mi amiga y yo) somos mujeres adultas, libres y abiertamente sexuales y si un día salimos a un sitio a divertirnos, nos gusta alguien, hay química y demás, probablemente nos animamos y nos vamos sin ningún tipo de prejuicio sobre nosotras mismas. Cada una tiene sus límites por supuesto, pero el detalle es; que esa noche y en ese momento, no queríamos irnos ni con él ni con nadie, habíamos recién llegado a la discoteca y teníamos ganas de quedarnos. Simplemente no queríamos ir y nuestra respuesta fue: “gracias, pero no” a lo que él respondió muy seguro metiendo su mano al bolsillo “ I got money”.  

Lo mire y por un segundo me dio gracia, no me ofendí, solo pensé que era un -imbécil-. Le volví a decir que no, con un amable: “gracias”. Él, con ánimo de convencernos sacó un fajo de billetes de 20 y me dijo “I got money” lo miré  fijamente y le repetí: “No”. El hombre no entendía, era como si él no estuviera siendo claro conmigo o yo con él, entonces se acercó un poco a mi oído y me dijo “But you are trans girls right? So let ‘s go!”. En ese instante entendí que como mi amiga y yo somos transexuales él asumió que éramos prostitutas. 

No fueron los vestidos negros o las bocas rojas, no fue que estabamos solas bailando y tomando,  éramos mujeres trans y por eso él no necesitó otra razón para asumir lo que estábamos dispuestas a hacer y simplemente supuso nuestra profesión. Esto sucedió en plena pista de baile, un cuadro vergonzoso de un tipo con con su fajito de billetes en la mano, extendiéndolo hacia mí y yo con mi cara de indignación tratando de mantener la calma. 

Hay algo importante que voy a aclarar; Mi declaración sobre la prostitución es la siguiete: no es tema para mi, no pienso que sea malo o raro, al contrario me parece común y hasta creo que, si esto me pasaba en otra época, sin la mirada de tanta gente, con otra mente y si los billetes eran de 100 y no de 20, por lo menos lo hubiera pensado pero no por trans, si no por chira…

Ante la insistencia evidente del tipo, un guardia de seguridad se acercó y lo alejó de nosotras, así que el tipo tuvo que irse. Nosotras nos quedamos, recuperamos las ganas de continuar la fiesta y disfrutamos la noche. 

Estoy segura que esto le pasa a muchas mujeres, somos juzgadas por cómo somos, por cómo hablamos, cómo nos vemos, cómo nos movemos y cómo nos vestimos. Si conversamos o no, si saludamos o no, si bailamos o no. Somos señaladas de mojigatas o prostitutas dependiendo del humor de quien juzgue, dependiendo de cómo se sintió en nuestra presencia y si logró o no lo que quería. Somos tratadas como filetes o premios, castigadas si somos activas sexualmente,  ridiculizadas si nos arreglamos demasiado y ninguneadas si no lo hacemos como “se espera”.

Hoy, pese a esto, quiero pedirles que sigamos hablando como hablamos, continuemos vistiéndonos como nos gusta, que sigamos saliendo solas o con amigas sin otra intención más que pasarla bien, sigamos sintiéndonos libres de decir que si o que no, que si se quieren ofender por ser percibidas como “putas” por llevar vestido corto que lo hagan, pero que luego entiendan que esa etiqueta no las representa y que si se quieren ir con quien les ofrece dinero para estar con ustedes que se vayan, hagan lo que quieran y háganlo porque lo quieren hacer, porque son conscientes de sus decisiones y porque no hay nada mejor, que hacerlo con libertad.

Olor a alcohol. Olor a una mezcla de etanol, mentol y agua purificada que hoy reemplaza al perfume que tocaba nuestras muñecas antes de salir al mundo, antes de ponernos los anillos y las pulseras, ahora también recluidas en un cajón, esperando a ser redescubiertas un día. 

La pandemia nos trajo un nuevo cuerpo para calzar. Un cuerpo obligado a estar sano, pero encerrado. Un cuerpo a la vez estático y en estado de permanente alerta. Es septiembre, llevamos dieciocho meses así, dieciocho meses que son como dos infinitos, el uno detrás del otro. El papel de las mujeres ha sido descrito de muchas formas, por varias personas durante este tiempo. Aunque veo en las mujeres que conozco, los esfuerzos increíbles por lograr acercarse a una naturalidad dentro de sus casas y sus cuerpos, nada es normal ni creo que va a volver a serlo, al menos por mucho tiempo. 

La familia ha sido ubicada junto al trabajo, junto a las obligaciones y a los deberes de los niños o, como me pasa a mí, he vivido la transformación de mi casa en un campo minado de juguetes que jamás tengo el tiempo de arreglar, en medio del cansancio. Otras realidades, inmensamente menos venturosas que la mía, hablan de otro tipo de campos minados: sitios oscuros donde pululan los insultos, el maltrato, los golpes. Campos que incluyen desquites en cantidades temibles y recibidos por los niños como rebote. 

Olor a alcohol. Olor a heridas infectadas. 

ONU MUJERES habla de la sombra de la pandemia, para referirse a la macabra situación que muchas mujeres de distintas clases sociales han tenido que enfrentar por causa de la violencia doméstica. 137 es el devastador número de mujeres que mueren cada día en el mundo, en las manos de algún familiar. Las causas principales que desembocan en el horror son las condiciones limitadas de vida, el aislamiento junto a los maltratadores, los espacios desocupados, las dificultades de movilidad y los problemas económicos. La calidad de vida disminuida, atada o provocada por la dependencia económica intensifica estas condiciones. Esto nos habla de que hay mucho por hacer. Visibilizar la problemática es un buen inicio, pero debemos ir más allá: la búsqueda de la independencia económica, mental y física de las mujeres es la ruta que nos debemos trazar como sociedad, más allá de las ideologías y sus confrontaciones. La vacunación masiva presenta un viento de esperanza para reactivar la economía y, con ello, marcar el rumbo a esa tan necesaria independencia de las mujeres con la que debemos contar para borrar esos números escritos en rojo. 

Olor a alcohol. Olor a mascarilla recién lavada. 

La pandemia no termina con la vacunación ni acaba con el cansancio, las obligaciones y los riesgos. Debemos seguir cuidándonos, porque todavía estamos lejos del fin, aunque hoy, felizmente, es un día menos. Pienso en esto, mientras recuerdo lo afortunada que soy en este encierro, mientras mis anillos me olvidan y mis pulseras me extrañan.