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En pocos días cumplo tres años del día más importante de mi vida, el más feliz, el día en que nací yo, cuando di a luz a mi hijo Isidro José. 

Hace tres años también nació el miedo. Ese miedo, mejor llamado terror, que un ser vivo solo es capaz de sentir cuando su vida pende de un hilo, cuando tiene en sus manos una minúscula bomba nuclear, una sutil joya de chocolate o una flor tallada en gotas de cristal. El miedo que se siente cuando se ama con infinitud. 

El amor que le tengo lo paga todo, sí, pero el miedo no se va. ¡Que no se enferme, que nunca sufra! Que sea libre, que se sienta amado, que sea bueno… El miedo está ahí, incólume. El terror de no ser suficiente convive conmigo y con madres como yo, que se exigen ser perfectas para sus hijos. ¿Es esto justo? Para muchas mujeres que buscan autonomía y definirse a sí mismas por medio de otro tipo de realizaciones, quizás no. Sí es justo para mí, porque yo lo elijo a él por encima de todo y lo elegiría mil millones de veces más. 

En la libertad de escoger cómo queremos vivir y elegir incluso el miedo al que amorosamente nos sometemos, está el verdadero poder: la opción de preferir qué queremos ser como mujeres y como madres, sin camisas de fuerza o letanías. Es un derecho de nacimiento que viene desde nosotras y que no todas lo reconocemos o ejercemos por las distintas condiciones en las que vivimos, por los espacios que ocupamos o desocupamos en la sociedad, o en nuestros universos que son diversos. Es un grito de autodeterminación que cada mujer en el mundo debería poder lanzar sin miedo. Ojalá algún día… 

Junto al miedo que escojo sentir, están las risas, el asombro, la admiración, la felicidad real y su perfección. Isidro José es mi más grande relato, la razón de lo que está primero en mi vida y de todo lo demás. 

¡Feliz día, amor mío!

Olor a alcohol. Olor a una mezcla de etanol, mentol y agua purificada que hoy reemplaza al perfume que tocaba nuestras muñecas antes de salir al mundo, antes de ponernos los anillos y las pulseras, ahora también recluidas en un cajón, esperando a ser redescubiertas un día. 

La pandemia nos trajo un nuevo cuerpo para calzar. Un cuerpo obligado a estar sano, pero encerrado. Un cuerpo a la vez estático y en estado de permanente alerta. Es septiembre, llevamos dieciocho meses así, dieciocho meses que son como dos infinitos, el uno detrás del otro. El papel de las mujeres ha sido descrito de muchas formas, por varias personas durante este tiempo. Aunque veo en las mujeres que conozco, los esfuerzos increíbles por lograr acercarse a una naturalidad dentro de sus casas y sus cuerpos, nada es normal ni creo que va a volver a serlo, al menos por mucho tiempo. 

La familia ha sido ubicada junto al trabajo, junto a las obligaciones y a los deberes de los niños o, como me pasa a mí, he vivido la transformación de mi casa en un campo minado de juguetes que jamás tengo el tiempo de arreglar, en medio del cansancio. Otras realidades, inmensamente menos venturosas que la mía, hablan de otro tipo de campos minados: sitios oscuros donde pululan los insultos, el maltrato, los golpes. Campos que incluyen desquites en cantidades temibles y recibidos por los niños como rebote. 

Olor a alcohol. Olor a heridas infectadas. 

ONU MUJERES habla de la sombra de la pandemia, para referirse a la macabra situación que muchas mujeres de distintas clases sociales han tenido que enfrentar por causa de la violencia doméstica. 137 es el devastador número de mujeres que mueren cada día en el mundo, en las manos de algún familiar. Las causas principales que desembocan en el horror son las condiciones limitadas de vida, el aislamiento junto a los maltratadores, los espacios desocupados, las dificultades de movilidad y los problemas económicos. La calidad de vida disminuida, atada o provocada por la dependencia económica intensifica estas condiciones. Esto nos habla de que hay mucho por hacer. Visibilizar la problemática es un buen inicio, pero debemos ir más allá: la búsqueda de la independencia económica, mental y física de las mujeres es la ruta que nos debemos trazar como sociedad, más allá de las ideologías y sus confrontaciones. La vacunación masiva presenta un viento de esperanza para reactivar la economía y, con ello, marcar el rumbo a esa tan necesaria independencia de las mujeres con la que debemos contar para borrar esos números escritos en rojo. 

Olor a alcohol. Olor a mascarilla recién lavada. 

La pandemia no termina con la vacunación ni acaba con el cansancio, las obligaciones y los riesgos. Debemos seguir cuidándonos, porque todavía estamos lejos del fin, aunque hoy, felizmente, es un día menos. Pienso en esto, mientras recuerdo lo afortunada que soy en este encierro, mientras mis anillos me olvidan y mis pulseras me extrañan.